jueves, 18 de abril de 2013

Cómo aprender a orar sin cesar

La ruidosa estación del metro me despertó apenas el tren hizo su entrada a la cosmopolita urbe del DF en uno de mis viajes al trabajo durante el tiempo en que estuve en Reforma. Me levanté sosteniendo el gps, mientras cientos de pasajeros salían de los vagones del tren. Gente y más gente -multitud de personas quién sabe de dónde- corría a nuestro alrededor.
Así es como se ve una estación de metro en Tacubaya en la mañana. Pero es también una ilustración de mi mente en un momento cualquiera del día. ¿Le pasa a usted lo mismo?. Imagino que mi mente es una estación de trenes, y que estoy de pie sobre sus frías baldosas. Pero, en vez de personas, es un torrente de pensamientos lo que me bombardea. Algunos son recuerdos familiares y agradables. Otros, aunque también familiares, son extraños y perturbadores, y me han inquietado desde hace años. De algunos estoy consciente todo el tiempo, mientras que otros permanecen distantes en las sombras o se presentan muy de cerca, como vendedores ambulantes pregonando sus mercancías.
¿Dónde está Jesús en todo esto? Es difícil escucharlo por el ruido de tantas preguntas, recuerdos y emociones. Busco su rostro en la multitud, pero éste me elude. Todos estos pensamientos, voluntarios e involuntarios, me dificultan hacer lo único que tengo que hacer: orar sin cesar, como dijo el apóstol San Pablo.
A estas alturas es probable que usted esté escuchando la vocecita en su cerebro diciendo: ¿Orar sin cesar? Es imposible -qué aburrido, tedioso e innecesario. La voz le sigue diciendo que Pablo debió haber estado exagerando. Sin duda, que no puede esperarse que uno esté orando todo el tiempo. Pero no crea a nada de esto.
El apóstol nos dio estas palabras no sólo como  una exhortación, sino también como una orden pastoral. “Estad siempre gozosos. Orad sin cesar. Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús” escribió a los tesalonicenses (1 Tes. 5, 16-18). Y a los efesios les dijo: “Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu” (Efesios 6, 18). Como personas consecuentes con la enseñanza de las Escrituras y la Santa Tradición, tenemos que creer lo que Pablo pensaba  sobre la oración incesante.
 
¿Qué es la oración?
San Juan Crisóstomo, padre de la Iglesia y destacado teólogo y predicador del siglo IV, dijo: “La oración es la luz del alma que nos da el verdadero conocimiento de Dios.”
El conocimiento del que hablaba no es el que se aprende en los libros, sino el que se produce por un verdadero encuentro con el Cristo vivo.
La oración es, fundamentalmente, comunión con Dios. Sí, venimos a Él con nuestras necesidades y carencias, como exhortan las Sagradas Escrituras. Sí, la oración consiste en conversar con el Señor, hablando y escuchando. Pero ni nuestra conversación ni nuestras peticiones son realmente el todo de la oración: ellas son el medio, no el fin. Lo que buscamos, más bien, es una unión cada vez más profunda con el Salvador que hace posible cada una de estas partes. Lo que anhelamos es a Dios mismo.
“No debéis pensar en la oración como una cuestión de palabras”, dijo San Juan Crisóstomo. Y también nos dice: “Cualquiera que reciba del Señor el don de este tipo de oración, posee una riqueza que no puede quitársele, un alimento celestial que colma el alma”.
Nuestra comunión con el Señor trasciende las palabras. No siempre es necesario hablar para tener una experiencia con Él. No siempre hay que hacer un esfuerzo por escuchar sus enseñanzas en nuestro tiempo de oración personal y devocional. Más bien, los cristianos debemos esforzarnos por estar vigilantes en todo momento, teniendo cuidado de que nada nos robe la atención de su presencia. Pero es nuestra mente el mayor obstáculo para lograrlo.
 
El ataque de la mente
¿Alguna vez ha intentado usted acallar sus pensamientos para concentrarse en Dios? Dejemos de lado la idea de la oración sin cesar por un momento. Si evaluamos sinceramente el estado de nuestra mente cuando oramos, sabemos que somos bombardeados por toda clase de pensamientos, desde buenos hasta perversos. Con la boca, hablamos. Pero otro diálogo incesante actúa en nuestro interior, impidiendo que nos conectemos realmente con el Señor.
Lo que hoy consideramos como “la mente”, no es lo mismo a lo que se refiere la Biblia. Para mayor confusión, tanto los autores de las Sagradas Escrituras como Jesús coinciden en que los pensamientos surgen del corazón. Como dijo Jesús: “Porque del corazón salen los malos pensamientos…” (Mat. 15, 19).
Cuando uno ve la palabra “mente” en la Biblia, la palabra griega que está detrás de ella es generalmente nous, que no equivale a nuestro concepto de “mente” hoy. La nous es básicamente un “diminuto receptor”, como un “radio pequeño” dado por Dios para percibir su presencia y escuchar su voz, pero que en su estado caído necesita ser reparado. La nous no percibe las cosas con claridad por el daño causado por el pecado. Lo cual implica deshacerse de las emociones y de los pensamientos que nos enturbian la mente. Necesitamos tener una visión profunda de la realidad si queremos encontrar a Dios y esa realidad se encuentra en Él.
Nuestros pensamientos no presentan con frecuencia un cuadro exacto del mundo, ni de nuestros seres queridos, prójimos o circunstancias. La mente necesita ser sanada, y sólo la presencia de Dios puede restaurar su correcto funcionamiento. Pero, ¿cómo podemos evitar distraernos y tener verdadera comunión con el Señor?.
 
Aprendamos a orar
No hay una fórmula para tener una vida de oración incesante. Pero hay un método irrefutable, de siglos de antigüedad, que nos ayuda a encontrar el camino, lentamente a través de la perseverancia, no importa lo que estemos haciendo o quién esté en derredor.
Durante siglos, los cristianos han susurrado fragmentos de las Escrituras y oraciones cortas durante el día para mantenerse en la presencia de Dios. Como dijo el escritor ruso Anthony Bloom: “Dios nunca está ausente….Nos quejamos de que Él no se nos hace presente en los pocos minutos que le reservamos, pero ¿qué de las veintitrés horas y media durante las cuales Dios puede estar llamando a  nuestra puerta y le respondemos: ‘Lo siento, pero estoy ocupado’ o cuando no respondemos en absoluto porque no oímos el toque…?. Estamos mucho más ausentes de lo que Él jamás lo está”.
Tener siempre un estribillo o jaculatoria para invocarle durante el día nos ayuda a mantener la conexión con Cristo, y afina el corazón para oírlo tocar a su puerta.
Esto ayuda también a expulsar los pensamientos no deseados. Pero, ¿qué del versículo que usan los herejes evangélicos, y de otras sectas, para combatir esta práctica y que dice: “Y orando, no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos” (Mat. 6, 7)?. No toda repetición es “vana”, o “sin sentido”, como dice otra versión bíblica. Un versículo o una oración bien escogida no lo es. Repetirlos con devoción y atención a Dios produce un hábito de corazón que nos acerca más hacia lo sagrado, hacia el Salvador, y nos hace más semejantes a Él.
 
Elijamos una oración
La oración no puede ser únicamente una cuestión de palabras, como dijo San Juan Crisóstomo. Pero nuestras palabras ayudan a nuestros corazones a llegar donde necesitan estar. Estos son algunos de los pasajes más elegidos normalmente:
 
1.-El Padrenuestro. Memorice estas palabras: Padre nuestro, que estás en los cielos. Santificado sea tu nombre. Venga tu Reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra. El pan nuestro substancial, dánoslo hoy; y perdónanos nuestras deudas como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y no nos conduzcas a la tentación, Mas líbranos del Maligno.(*)
Ellas fueron la lección en cuanto a la oración que Jesús dio a sus discípulos, y que los cristianos han recitado desde entonces. Si le resulta difícil repetirla a lo largo del día, deje que ciertos hechos cotidianos le sirvan como recordatorios para hacer un alto y tener comunión con el Padre.
2.-La oración aprobada por Jesús. “¡Oh, Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!”. En la parábola de Jesús sobre el fariseo y el publicano, el primer hombre da gracias a Dios por no ser tan pecador como las otras personas, mientras que el segundo reconoce sinceramente su pecado. Jesús afirmó: “Os digo que éste, y no aquel, volvió a su casa justificado ante Dios. Pues todo el que a sí mismo se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Luc. 18, 9-14).
Notemos dos cosas en cuanto a esta oración. La palabra “compasión” evoca con frecuencia la idea de perdón. Pero aquí se refiere a la “piedad” de Dios, pidiéndole que derrame su amor sobre nosotros. Además, la palabra “pecador” no está allí para hacernos sentir mal. Más bien, es una declaración de humildad. Como nos recuerda Santiago 4, 6: “Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes”. Si la forma tradicional le parece demasiado extensa, trate de acortar la oración diciendo: “Señor Jesús, ten piedad de mí”, o simplemente “Señor, ten piedad”.
3.-Los Salmos. Orar de manera espontánea es una buena práctica, pero muchas personas encuentran que las oraciones escritas son útiles cuando no saben qué decir. Piense en la posibilidad de recurrir al “libro de oraciones de la Biblia”: los Salmos.
 
Mantengamos la perspectiva
No hay nada mágico en este método. La disciplina de la oración incesante se complementa con el tiempo que apartamos para leer y meditar en la vida de los santos padres de nuestra Iglesia, en las Sagradas Escrituras o en algún otro libro de edificación espiritual. Es una extensión de esa devoción, una manera de hacerlo mientras lavamos los platos, cortamos el césped, estamos en algún servicio litúrgico de nuestra Iglesia o hacemos nuestro trabajo. Pero tengamos cuidado de no caer en la vana repetición, ya que Dios quiere que sintamos verdaderamente lo que decimos.
Aprender a invocar al Señor de esta manera no nos apartará de nuestras responsabilidades diarias. Sólo nos ayudará a recordar que el Señor es el compañero constante que siempre ha sido.
 
(*) Esta es la versión de la oración del Padrenuestro traducida directamente del original griego de la Septuaginta y que se usa en la Iglesia Ortodoxa. La otra versión usualmente conocida, y que se reza en la iglesia romana y las sectas evangélicas, es una traducción errónea y adulterada que induce a perder el sentido literal de su contenido teológico y,  por ende, hace caer en herejía.

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