viernes, 19 de abril de 2013

Un amor que vive en oro y en madera

Durante mi vida, me han enseñado a agradecer a Dios, por todas las cosas que me ha dado. Gracias por mi familia, por mi situación económica, por mi escuela, por la comida, por la gente que me hace el bien, por mis compañeros. Pero, creo, que la mayoría de las veces, no he aprendido a ver realmente la causa de todo eso. Tal vez no se dar las gracias. O tal vez se las doy a un dios que no las merece. Por que, mientras a mi me ha dado mucho, vivo en un país donde a otros ‘no les da’. ¿Es esa la voluntad de Dios?. ¿Es ese, Dios?.
Me encanta remitirme, a mi concepto básico de Dios, y ese concepto me dicta que Dios, es amor. Un amor que me lo ha dado todo, pero no me da lo que no necesito. Un amor que tampoco da a unos sí, y a otros no. Un amor que da, al que da amor. Pero no porque es un amor que es justo sólo con los que son justos, sino un Dios ‘reactivo’. Un Dios que parece más una planta que germina, que el Señor dador de bienes que tantas veces he visto, al que tantas veces le he rezado. El amor es justo, pero no en una justicia ‘humana’. No necesita pretextos para amar, ni excusas para perdonar. El amor, ama. Punto.
Y es ese amor el que me da las cosas. Dios existe en toda su creación, y no depende del amor que unos den y otros no para seguir existiendo, sin embargo, Dios no se refleja en las vacas, o en las montañas, o en los atardeceres.  Dios se refleja en amor. Y el amor sólo puede ser reflejado por humanos, aunque suene triste para los que viven ‘enamorados’ de su mascota. Un perro me quiere, siempre y cuando le dé comida, el día que se la deje de dar por 5 días, otra historia será. No me perdonará, ni me dirá “no te preocupes, te comprendo”, su instinto lo hará reaccionar. Y esa es la diferencia básica entre la naturaleza y Dios. Dios no es la naturaleza. Más bien, la naturaleza es una reacción de ese amor, sin llegar a ser amor mismo. Ese es el pecado original del que tanto habla la Iglesia: ser naturalmente (y únicamente) humano.
Yo he recibido muchas cosas, pero tengo que aprender a diferenciar lo que me ha dado Dios, y lo que me da la naturaleza. Una delgada línea teológica que puede ser derrumbada en medida que pongamos a Dios como autor de esa naturaleza. Pero es distinto. La naturaleza tiene un fin en concreto, del cual pocos trascienden. La naturaleza puede herir, y provocar mal. Dios, no. La naturaleza le dicta a mi cuerpo que cuando me machuque un dedo, tengo que llorar. No es Dios. La naturaleza le dicta a mi pensamiento que tengo que sobrevivir en el mundo, aplastar a los demás, escalar en la cadena alimenticia. No Dios. Pero, entonces, ¿para qué hizo Dios la naturaleza así?. Algo me lleva a pensar, que esa limitación natural, y lucha de supervivencia, libre de hacer el bien y el mal, es lo que justamente le da cabida a Dios. Ese amor no podría moverse, si no tuviera en que moverse, y ese cauce es la naturaleza. Como un río desbordado donde una barca tendría que navegar, así es Dios. Siendo Dios la barca, y su naturaleza el río. Porque la barca no podría navegar en la nada, ni tendría sentido que existiera para no llegar a ningún lado. Pero el amor es libre (de la misma forma que Dios es libre) y por lo mismo las decisiones tomadas con, o en ausencia, de ese amor, son lo que forjan no a Dios, sino a su presencia en nosotros. Me explico: Dios, está fuera de la naturaleza y dentro de ella, pero más importantemente, actúa en ella. Y por lo mismo, me niego a creer, que esos bienes, y esos dones, son un momento de arbitrariedad de ese ‘Dios’ que sin nada que hacer, se pone a inventar historias para sus juguetitos. Y a unos los pone en un lugar, y a otros en otro lugar. Y a unos les da armas y a otros rosas. Dios no ha sido el autor de las catástrofes más grandes de la humanidad. Hemos sido nosotros (y muchas, en nombre de ese Dios). En esa libertad en la que sólo el amor puede moverse, ahí es donde también puede uno caerse del barco.
Dios me ha dado dones, me ha dado talentos, pero ¿cómo?. A unos ¿les da más que a otros?. No. Somos nosotros los que limitamos o dejamos de limitar como ese amor actúa en nosotros. Por ejemplo: mi familia. Obviamente, no es la familia perfecta. Pero lo que soy yo, es un fiel reflejo de lo que me ha dado esa familia, con todo y mis imperfecciones. ¿Dios me dio esa familia? Claro. Pero no como tal vez la mayoría cree. 
Tal vez algunos creen que en el plan de Dios ya estaba establecida mi familia, pero creer eso significaría creer que todas las familias disfuncionales, divorciadas y demás, también son plan de Dios. Y no busco aquí querer entender la mente de Dios…pero si creo en un Dios Padre, que además ama, no puedo creer en un Señor dador de talentos que reparte a unos sí, y a otros no (y bastaría con revisar la parábola de los talentos, tan mal entendida por nosotros). No puedo creer en un amor que escribe y predestina los corazones de los hombres librándolos de la libertad. 
He decidido formar una familia con base a ese Dios En verdadero amor, no en enamoramiento. En ese amor donde uno puede discutir, pelearse, gritarse, pero al final del día perdonarse. Ese amor que no busca tener la razón, sino amar, que busca servir. He sido libre de decidir fundar esa familia en ese amor, o no. Y ojo, pude no hacerlo. A eso me refiero con un Dios ‘reactivo’, las gracias obviamente se las tengo que dar a ese amor (y en ese sentido se las doy a Dios), pero también a mis pareja que en su libertad decidió estar conmigo. ¿Hasta qué punto se mueve Dios en esa libertad? Sin lugar a dudas, en su dimensión absoluta y divina. La libertad de amar, es el reflejo de Dios. No de una parte de Él, ni de un estado de Él, sino de Él mismo.
Cuando doy gracias, tengo que entender que no por reconocer la libertad que tengo de caer, hago menos a Dios. Cuando doy gracias, tengo que entender que ese ‘pan de cada día’ es el amor que me libera de la esclavitud natural. Es lo que dimensiona mi persona. No soy una hormiga insignificante para ese Dios, soy la barca donde puede habitar su amor. No soy un esclavo de Dios, y (aquí viene la polémica) tampoco soy simplemente un siervo. No quiero caer en la arrogancia, pero soy un instrumento que puede usar y ser parte de ese amor, y por eso mismo tengo una dignidad divina, al igual que cualquier ser humano. No soy instrumento para trascender, sino para servir. No soy el tenedor de oro en el que come el Señor, sino el plato de madera que sirve a los demás. Pero no dejo de serlo. A diferencia de un plato, podría elegir no serlo. Ahí es donde reside el amor. 

La próxima vez que de gracias a Dios por todo lo que me pasa, tengo que entender que lo que pasa es la naturaleza misma de las cosas. El tiempo es natural. El bien es natural. El mal es natural. Si me asaltan mañana, es natural. Si me saco 4 en un examen es natural. Si me ascienden en el trabajo también es natural. Pero el amor es lo divino. El amor existe en el tiempo y al mismo tiempo es atemporal. Por eso el amor, con voluntad propia, es sabio. Todo lo que pasa en la naturaleza, puede ser transformado a amor. El amor puede existir en el bien, puede darle sentido al mal, puede curar una herida, o darle significado al dolor. El amor puede construir, nunca destruir. Puede guiar la barca a través de aguas temblorosas o de aguas pasivas. Pero esa barca sólo guía, al que de verdad quiere amar. Ahí es donde tengo que agradecer. Tengo que agradecer que mis padres me enseñaron eso. Que mis abuelos les enseñaron eso. Que los bisabuelos, y así sucesivamente les enseñaron eso. Tengo que agradecer que esto lo conozco porque hace 2’000 años, una persona se puso a predicar eso mismo. A amar de verdad, hasta dar la vida por alguien más. A entender que en lo más humano del humano, reside lo divino. No en oro ni en cosas doradas, o en representaciones de ángeles con aureolas, sino en los pequeños actos donde el amor se deja transportar. Agradezco también que ese amor sea representado en cosas tan sencillas como un carpintero pobre, o una catedral majestuosa. Por que a final de cuentas, eso no deja de ser natural. El oro es igual de valioso que la madera para ese amor, el oro y la madera son naturaleza misma. Pero el amor, puede ser transportada en cualquiera de las dos. El amor puede ser expresado en un sacerdote viviendo sólo en el Congo, salvando almas. Y también puede habitar en un arzobispo, viviendo en el clero y predicando amor desde un púlpito de oro. Porque el único que puede juzgar al amor, es el amor mismo. Y puede habitar donde sea. No todos estamos llamados a tener chozas de madera o vivir en catedrales monstruosas, porque tanto la choza de madera, como la catedral inmensa, son una reacción a las decisiones tomadas por los mismos humanos. No por Dios. No fue Dios el que creo la Capilla Sixtina, como tampoco fue el que decidió que hubiera pobres en mi país. Fuimos nosotros en nuestra libertad. Pero también somos nosotros los que le dictaremos a ese Dios si quiere habitar en una pequeña choza, o en la Capilla Sixtina. Por que a final de cuentas, no es eso lo que a Dios le importa. El amor no se mide por tamaño. No se mide por moneda. Se mide por el mismo amor, y eso, sólo Dios lo sabe.
Le doy gracias a ese amor, por amarme. Igual de especial que a cualquiera, igual de único que a cualquiera. Ahí reside la ironía. Un amor que ama a uno, y a siete mil millones como a uno. Un amor que vive en oro, y en madera, siempre y cuando se ame.

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