martes, 12 de marzo de 2013

Una sóla Fe y siete virtudes


Esta es la segunda parte del artículo titulado El por qué nunca estamos satisfechos: la paradoja de tener más o tener menos, en el que mencioné el asunto de las siete virtudes de la fe según lo expresado por el santo apóstol Pedro. ¿Cuáles son estas siete virtudes que debemos añadir a nuestra fe?. Las iré explicando una por una para que logremos ahondar en nuestro conocimiento al respecto.
  • Bondad. San Pedro pudo haber elegido la palabra christotis, un término griego común en su época, con la connotación de hacer el bien. Pero, en vez de eso, utilizó aretis, una palabra que describe lo que somos, no lo que hacemos. Esa bondad precede y también produce la acción.
    Pero personas malas pueden hacer cosas buenas: Hitler, por ejemplo, amaba a los animales; Idi Amin lloraba con facilidad; Stalin era afectuoso son sus hijas. El Señor Jesús dijo que, aunque somos pecadores, sabemos cómo dar cosas buenas a nuestros hijos (Lucas 11, 13). Las personas no tienen que ser buenas para hacer el bien. San Pedro apunta a algo totalmente diferente. La virtud que él nos llama a adquirir es la bondad que no espera nada: el bien que no necesita ser recompensado, estimulado o reconocido. Es una cualidad del alma. De hecho, es lo que Dios es: bondad absoluta. Así como dijo Jesús al joven rico, que “ninguno es bueno, sino...Dios” (Marcos 10, 18), ninguno puede ser bueno sin Él.
  • Entendimiento. Al igual que san Pablo, el santo apóstol Pedro estaba consciente de que el entendimiento ( o conocimiento) por sí mismo, como simple trofeo intelectual, es vanagloria, algo propenso a hacernos, o bien necios, o bien listos. Este entendimiento que menciona san Pedro, no es tanto de la mente como del corazón. Es saber más que saber de, un entendimiento más relacional que racional.
    Por supuesto, en toda relación -ya sea con nuestro compañero de trabajo, con nuestro hermano, o con nuestro Creador y Salvador- debemos tener suficiente conocimiento de esa persona si queremos tener relación personal con ella. Pero tenga cuidado del conocimiento sin adoración, de la doctrina sin intimidad y obediencia. El conocimiento que san Pedro elogia lleva siempre a la adoración y a la entrega. En términos sencillos, conocer a Dios es amar a Dios.
  • Dominio propio. San Pedro no entendería por completo nuestra comprensión popular sobre este concepto; el dominio propio ha sido reducido a una técnica conductista para manejar la ira o la pérdida de peso.
    Tres veces, en su primera epístola, menciona el dominio propio y cada vez están en juego asuntos eternos: necesitamos dominio propio para entender la grandeza de nuestra salvación (1 Pedro 1, 10-13), para prepararnos para el fin de todas las cosas (cap 4, vers. 7), y para resistir los ataques del diablo (cap 5, vers. 8). El dominio propio ayuda, dicho sea de paso, a controlar la talla de la cintura y los despliegues emocionales, pero tener dominio propio es -en realidad- nada menos que tener la mente en Cristo: su claridad, su solidez mental, su atención por las cosas de arriba.
  • Constancia. Tendemos a pensar que la constancia se refiere fuerza de voluntad- a apretar los dientes y seguir adelante. San Pedro escogió este término militar que significa en realidad “no abandonar el puesto”. La constancia está ligada a la obediencia y arraigada en el llamamiento.
    No tiene nada que ver con la fuerza de voluntad, sino totalmente con el sometimiento de nuestra voluntad a la voluntad de otra persona. Constancia significa negarse a claudicar cuando usted está en peligro, ha sido agraviado, o se encuentra aburrido. Todo esto es irrelevante. Lo que importa es terminar la tarea. Hacer lo contrario, es abandonar el puesto sin permiso. Entendida de esta manera, constancia es lo que nosotros, los cristianos occidentales -tan inconstantes, tan susceptibles, tan quisquillosos- necesitamos desesperadamente.
  • Devoción a Dios. La traducción literal es: buena devoción. Un compromiso incondicional, inquebrantable con el carácter y con los caminos de Dios. El enemigo de la devoción a Dios es la mundanalidad, que significa estar cautivo a los valores, los hábitos y los sistemas del mundo. El hombre o la mujer devotos eligen siempre lo que exalta a Dios y revela a Cristo: la humildad, la pureza, el sacrificio, el amor.
  • Afecto fraternal. La palabra original (philadelphia) tiene un significado restringido y técnico: amar a los hijos de mi padre. Un hombre en el mundo antiguo ( y cada vez más, por razones diferentes, en nuestro mundo hoy) podía tener varios hijos de madres diferentes (pensemos en el Rey David).
    Estos hijos diferentes podían carecer de un intenso afecto natural de unos hacia otros. Pero aman a su padre (esperamos que sí), y por el padre practicarán la philadelphia, el amor de uno para el otro. En resumen, el término significa amar lo que el Padre ama, por amor al Padre.
  • Amor. La palabra usada aquí es agápi: amar como ama el Padre, por el poder del Padre. Agápi es más que amar a nuestros medios-hermanos y medias-hermanas. Es también amar “al más pequeño de estos” (Mateo 25, 45), a las personas por “debajo” de nosotros que preferiríamos ignorar; a la mayoría de estos que están por “encima” de nosotros, a quienes nos sentimos inclinados a tener resentimientos; y a los peores de estos- a las personas que nos apresuramos a despreciar. Es el amor a perdedores, triunfadores y enemigos.
    Y amar a personas como estas es más de lo que cualquiera de nosotros puede hacer con sus propias fuerzas. Necesitamos que el poder trascendente, guiador, fortalecedor y santo de Dios fluya en nosotros y a través de nosotros para que podamos amar como Él ama.

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