Uno de los personajes más sobresalientes de la Historia Sagrada es,
sin dudas, el rey Saúl. Saúl lo tenía todo a su favor. Era el hijo de un
respetado soldado, bien parecido y tenía un físico excelente (1 Sam. 9, 2). Y
puesto que Dios lo eligió para dirigir a Israel en un tiempo cuando la nación
tenía enemigos formidables, podemos suponer que era también un líder valiente y
carismático. Hasta el profeta Samuel fue impresionado, y habló con admiración
de Saúl en su coronación: “No hay semejante a él en todo el pueblo”.
Pero,
a pesar de todos los atributos positivos de Saúl, éste pasó gran parte de su
reinado desobedeciendo al Señor.
Los
errores de juicio del rey se debieron
más que todo a que se creía mejor de lo que era. Un grave error desataría una
reacción en cadena de pecados, como vemos en su desesperada búsqueda de la vida
de David (1 Sam. 18-26).
El
Señor detesta la arrogancia en el corazón de los hombres. Cuando la persona
tiene muy alto concepto de sí misma (Rom. 12, 3), deja de confiar en la gracia
divina para tomar sus decisiones. Las consecuencias de esa manera equivocada de
pensar son terribles. Por ejemplo, el rey pensaba que era tan grande, que
ignoró la ley de Dios y ofreció un sacrificio antes de una batalla, en lugar de
Samuel. Saúl rechazó someterse al mandamiento de Dios, y por eso el Señor le
dio el reino a un hombre que sí lo haría (1 Sam. 16, 13-14).
La
soberbia aleja a una persona de los caminos del Señor. Con cada paso en falso,
los corazones arrogantes se meten en un desierto espiritual. Nada de valor
eterno se puede encontrar en un lugar tan desolado. Pero el Señor dará una
gozosa bienvenida a sus rebeldes seguidores arrepentidos.
Las
bendiciones y el gozo aguardan a quienes andan en armonía con Él y buscan hacer
su voluntad.
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