Dios llama a sus hijos a vivir una vida santa (1 Ped. 1, 15-16), y
para esto es necesario tanto la ayuda del Espíritu Santo, como nuestra
cooperación. Debemos comenzar con nuestra mente, porque nuestros actos se basan
en lo que creemos.
El
primer paso es reconocer que nuestros pensamientos necesitan cambiar. El
egoísmo, los celos y otras conductas pecaminosas proceden de una manera de
pensar carnal. Nuestro autoexamen de conciencia (2 Cor. 13, 5) revelará
pensamientos impuros. Nuestro Padre celestial quiere que éstos sean sustituídos
por pensamientos de perdón y bondad (Efes. 4, 30-32). Esto sucederá si
cooperamos con el Espíritu Santo para que Él renueve nuestra mente (Rom. 12,
2).
Luego,
prometeremos al Señor buscar la santidad. Esta promesa es mucho más que una
resolución de Año Nuevo. Abarca todo el corazón, toda la mente y todas las
fuerzas. Significa consagrarnos a ser como nuestro Salvador.
La
lectura diaria de la Palabra de Dios y una buena dirección espiritual de un
sacerdote o de un monje con experiencia en espiritualidad, mantendrá firme
nuestra decisión. Por medio de su Palabra, el Espíritu Santo transformará
nuestra mente y fortalecerá nuestro ser interior para producir los cambios
necesarios. Si descuidamos ambas cosas, quedamos expuestos a la influencia del
mundo y a nuestra “carne”, a ninguno de los cuales le interesa la santidad.
La
santificación es un proceso de toda la vida, que exige conocer los caminos, las
prioridades y los planes de Dios – y que los adoptemos como nuestros. Significa
dejar que el Espíritu Santo desarrolle dentro de nosotros la mente de Cristo.
Si tratamos de cambiar nuestra conducta sin modificar nuestra manera de pensar,
nos encontraremos haciendo precisamente lo que queremos evitar (Rom. 7, 15).
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