miércoles, 26 de octubre de 2011

“Debemos perdonarnos: cómo liberarnos de la autocondenación”

¿Le resulta difícil perdonar a alguien en particular? ¿Se trata de un enemigo, o de un familiar que le hiere con frecuencia? ¿O se trata de usted mismo? He escuchado a algunos cristianos decir: “No tengo nada en contra de quienes me han agraviado, y sé que la sangre de Cristo ha cubierto todos mis pecados, pero no puedo perdonarme a mí mismo”. A veces, la persona más difícil de perdonar es uno mismo, pero el perdón nunca es pleno hasta que uno logra hacerlo.

Los asuntos que nos causan vergüenza y sentimientos de culpa son diversos. Tal vez una conducta inapropiada, o las palabras hirientes contra un ser querido. Tal vez una mala decisión, como un divorcio o un aborto. O quizás el cargo de conciencia por palabras o acciones humillantes dirigidas a nuestros hijos.
El santo apóstol Pedro debió, también, de haber lidiado con el sentimiento de autocondenación. En el momento de mayor necesidad del Señor Jesús, Pedro negó conocerle (Mt 26.69-75). Su deslealtad debió de haber sido aun más difícil de soportar por su promesa de que nunca le fallaría (Mt 26.33). La escena de su traición probablemente se repitió mil veces en su mente, haciéndole desear poder borrar sus palabras. Pero no pudo.
Luego está San Pablo. Después de que “vio la luz”, lamentó su historia de persecución de la iglesia (Hch 9.1-4; 1 Ti 1.5-16.). ¿Cómo pudo alguien con un historial tan horrendo convertirse en el mayor evangelista y plantador de iglesias de su época?
Ambos descubrieron el secreto para sobreponerse al fracaso y al pecado. Comprendieron y aceptaron el perdón de Dios, eligiendo vivir en la riqueza de su gracia inmerecida. Pero no se detuvieron allí; también se perdonaron a sí mismos. Pusieron la culpa de sus pecados en la cruz, y se negaron a seguir llevándola. Es por eso que el Señor pudo usarlos tan efectivamente.
Aquellos de nosotros que somos miembros de la Iglesia original fundada por Cristo, bautizados en ella y que recibimos los demas sacramentos, hemos sido totalmente perdonados y declarados “inocentes”. Sin embargo, muchos creyentes tienen dificultades para deshacerse de sus remordimientos. La verdad es que un espíritu no perdonador dirigido hacia uno mismo, es tan perjudicial y destructivo como el rencor contra alguien más. ¿Cómo puede uno seguir manteniendo bajo la esclavitud a alguien que Dios ha perdonado? ¿Cómo es que no puedo perdonarme a mí mismo?
¿Qué caracteriza a quienes no se perdonan a sí mismos?
EL AUTOCASTIGO. Una señal de un espíritu no perdonador, es el deseo de castigar quien cometió la falta. Eso es exactamente lo que nos hacemos a nosotros mismos cuando nos aferramos a la autocondenación. Cada mañana la culpa nos espera, y obedientemente la cargamos como una mochila durante todo el día. Con cada repetición mental de nuestras faltas pasadas, experimentamos de nuevo las dolorosas y humillantes emociones que acompañaban a nuestro pecado del pasado. Algunas personas incluso se abstienen de las cosas buenas que Dios quiere que disfruten, porque piensan que esa autonegación, de alguna manera, pagará sus transgresiones. ¡Qué absurdo es castigarnos a nosotros mismos cuando Cristo ya ha pagado la totalidad de la pena! El sufrimiento autoimpuesto no añade nada a su completa expiación a favor nuestro (Ef 2.8, 9).
LA EVASIÓN. Los seres humanos somos maestros en el arte de intentar escapar de la culpa, para no tener que enfrentarla. Hay quienes tratan de atenuar el remordimiento por medio del alcohol, las drogas, la comida, las compras, el entretenimiento o las aventuras sexuales. Otros llenan sus vidas de actividad constante, con agendas sobrecargadas y trabajo excesivo. Pero no podemos deshacernos de nuestra culpa ni ignorarla. En algún momento tenemos que hacerle frente, o el remordimiento seguirá consumiéndonos, dañando nuestras almas (Sal 32.3, 4).
EL DESMERECIMIENTO. Otra señal es el profundo sentimiento de desmerecimiento que afecta todos los aspectos de la vida. Si Satanás puede hacerle sentir que es indigno por sus faltas del pasado, le tendrá exactamente como él quiere que esté: paralizado espiritualmente. Su vida de oración será débil o inexistente, su relación íntima con el Señor se apagará, y su servicio se verá estorbado y será infructuoso. En realidad, ninguno de nosotros es digno. Es por eso que todos necesitamos la gracia divina, el favor inmerecido de Dios a nosotros. Aferrarse a sentimientos de desmerecimiento y rechazar la gracia de Dios, es perjudicial para nuestra vida espiritual (Hch 10.15).
LA INCERTIDUMBRE. Recordar constantemente los errores del pasado mantiene al cristiano en incertidumbre. Nunca está totalmente seguro de cómo lo ve Dios, y nunca experimenta la paz que sobrepasa todo entendimiento (Fil 4.6, 7). A veces, incluso, puede preguntarse: ¿Qué saldrá mal ahora? Después de todo, no soy digno de ninguna bendición. Estoy seguro de que me vendrá alguna prueba, porque me la merezco. Esta manera de pensar socava la confianza en el Señor y, en realidad, crea una barrera entre Dios y nosotros. Cuando mantenemos vivo el sentimiento de culpa por nuestro pecado, perdemos el contentamiento, la confianza y el gozo que da el perdón. El Señor no lleva un registro de nuestras transgresiones, y tampoco debemos hacerlo nosotros (Sal 103.12).
UNA MANERA DE PENSAR DISTORSIONADA. En vez de razonar partiendo de la verdad de la Palabra de Dios, quienes están llenos de remordimiento confían en su propia lógica y en sus emociones. Los pecados del pasado se convierten en el centro de atención, y lo que Dios dice no es tenido en cuenta. Su Palabra dice que todos mis pecados han sido perdonados, pero si me aferro a ellos estoy negando su promesa y manteniendo mis propias ideas. Para decirlo sin rodeos, el problema es el egocentrismo. Si todo lo que veo es mi pecado, mis sentimientos, mi indignidad, mi culpa y mi remordimiento, estoy absorbido en mí mismo (He 12.1-3).
LA CARENCIA DE PODER. Cristo quiere mostrar su vida en sus seguidores, pero cualquiera que tenga un espíritu no perdonador apaga la luz de Él. Aunque todos sabemos que está mal guardarle rencor a alguien, a menudo lo toleramos hacia nosotros mismos. Quienes insisten en cargar con sus sentimientos de culpa no están andando en el Espíritu, y el resultado será una vida cristiana carente de poder.
¿Por qué no queremos perdonarnos a nosotros mismos?
Para vencer la autocondenación, debemos aprender a comprender por qué tenemos este problema. ¿Qué nos ha motivado a castigarnos a nosotros mismos, aferrándonos al sentimiento de culpa?
LA INCREDULIDAD. La causa principal es la incredulidad —priorizar los sentimientos y al razonamiento humano por encima de la verdad de la Palabra de Dios. La Biblia dice que Jesús llevó el castigo por nuestros pecados (Ro 3.23-26). Pero quienes se aferran a la culpa están diciendo, básicamente: “No, mi pecado necesita más castigo. Tengo que sufrir por él hasta que sienta que puedo perdonarme a mí mismo”. ¿No le alegra que Dios no haya dispuesto que fuera así? Cuando Cristo murió en la cruz, dijo: “Consumado es” (Jn 19.30). No hace falta ningún otro pago. La manera como nos sintamos no tiene nada que ver con la realidad de lo que Él ha hecho por nosotros.
EL LEGALISMO. Tal vez el no poder vivir a la altura de nuestras propias expectativas, es lo que nos hace condenarnos. Sin embargo, cuando estamos tan decepcionados que no podemos perdonarnos, hemos establecido una norma basada en el desempeño. Esto es lo que se llama legalismo. El Señor tiene solo un requisito para recibir su perdón: la fe en Cristo. Decir: “Lo que hice fue tan malo, que no puedo perdonarme”, es vivir bajo la ley, no bajo la gracia. El perdón de Dios no se da en base a un sistema de categorización de los pecados, y el nuestro no debe ser diferente.
LA ACEPTACIÓN. Lamentablemente, después de vivir por mucho tiempo bajo la autocondenación, los creyentes pueden empezar a ver eso como un estilo de vida normal. Pero no lo es. Cristo nos prometió libertad de la culpa, juntamente con la vida abundante que acompaña a una conciencia purificada. No aceptar esto significa permanecer en una prisión creada por nosotros mismos. Las instituciones penitenciarias tienen una palabra para los reclusos que se han aclimatado tanto a la vida en la prisión, que tiene miedo de vivir fuera de ella: institucionalizados. Eso es exactamente lo que sucede con los creyentes que no quieren desprenderse de sus sentimientos de culpa. Se encogen en sus celdas, a pesar de que Cristo les ha abierto la puerta e invitado a salir a la libertad que Él compró para ellos.

¿Cómo puedo perdonarme?
La autocondenación no es la manera en que Dios quiere que vivamos. Pero, ¿cómo se puede cambiar esta práctica?
Reconociéndola.El primer paso es reconocer que uno no se ha perdonado a sí mismo. Hay que encarar el hecho, y comenzar a lidiar con el problema.
Arrepintiéndose. Confesarle al Señor que los sentimientos de autocondenación son pecado. Luego aceptar su perdón, y darle gracias.
Creyéndole a Dios. Reafirmar la confianza en la verdad de la Biblia. Dios dice que Él ha alejado nuestras rebeliones, como está lejos el oriente del occidente.
Escogiendo el perdón. Con base en la Palabra de Dios, y por un acto de voluntad, en fe, hay que decidir perdonarse a uno mismo.
Cada uno de estos pasos están basados en la verdad, no en las emociones. Dejemos de repetir la vieja grabación de nuestros pecados, y comencemos a repetir las verdades de la Palabra de Dios. La libertad de la culpa y el arrepentimiento dependen simplemente de una decisión. El Señor Jesús vino para liberar a los cautivos (Lc 4.18). El cristiano que se aferre al perdón de Cristo y renuncie a los sentimientos de culpa, saldrá de la prisión de autocondenación al gozo de la vida abundante.

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