Miramos
al universo y nos maravillamos de su grandeza. Desde tiempos
inmemoriales el hombre trató de domar su asombro observando cuidadosamente y
estudiando el universo. Su grandeza nunca dejó de sobrecogerle, y cada nueva
observación tenía un impacto mayor en la gente. El orgullo humano, según se
expresa por la Iglesia Católica durante la edad media, fue tomado como un golpe
serio cuando el astrónomo Galileo Galilei descubrió que la tierra no era el
centro del universo después de todo. Fue tanto lo que se aguantó en la
humillación del orgullo humano, que el entonces Papa Urbano obligó a Galileo a
retractarse de su correcta observación, que el sol era el centro de nuestro
sistema planetario.
Con
la llegada de la alta tecnología, el conocimiento humano del universo estalló
en muchos pedazos. Sin embargo, nuestro conocimiento aún se encuentra limitado.
Ahora sabemos que nuestro sistema planetario, también conocido como el sistema
solar, es parte de la galaxia de la Vía Láctea que se extiende a 100,000 años
luz, es del grosor de 1,000 años luz y contiene unos 200 billones de estrellas.
Más aún, el universo consiste de billones de esas galaxias. ¿Puede la mente
humana llegar a comprender tal inmensidad?.
¿Cómo
pudo Dios, que creó tal inmensidad, interesarse en el hombre que no es sino un
grano de arena entre toda la arena de la tierra? ¿Por qué moriría para nosotros
y nos llamaría Sus hijos?.
Cuando
Dios creó al hombre, ÉL lo creó a Su imagen y semejanza. Dios es una Trinidad,
concretamente tres hipóstasis en uno, el Padre,
el Hijo y el Espíritu Santo. Así que cuando ÉL creó al hombre, lo hizo
de tres hipóstasis en uno, es decir, le dio al hombre un espíritu, un alma y
un cuerpo. Y a pesar de que cada una tiene su propia función, las tres son un
único y mismo hombre. Por ejemplo, Dios le dio al hombre un espíritu para que
tuviera su propia voluntad, un alma para expresarse y dirigirse según su
voluntad y un cuerpo para implementarlo. No es distinto a la imagen de Dios
donde la Voluntad del Padre es expresada, dirigida por el Hijo, Jesucristo (el
Verbo), e implementada por el Espíritu Santo (el Consolador).
Cuando
el hombre fue creado, todas las tres hipóstasis trabajaron al unísono, como una
sola. El hombre estaba en armonía con su Creador pero, desafortunadamente,
después de su caída se rompió la unión de estas tres hipóstasis. Ya nunca más
el alma del hombre expresó y dirigió según la voluntad de su espíritu, ni su
cuerpo trabajó al unísono con la dirección del alma...así el hombre dejaba de
ser la criatura que Dios había creado. El resultado fue que ya el hombre no era
más imagen ni semejanza de Dios. Se había apartado tanto de Su Creador, que
perdió el contacto con la Luz y la Verdad de Dios. Su Espíritu, que es el
aliento de Dios, se durmió. Su alma bajó al Hades y su cuerpo fue enterrado en
las entrañas de la tierra para pudrirse. El hombre sufrió la muerte que Dios le
había prevenido antes de su caída.
Pero
todavía el amor de Dios no abandonaba al hombre. Aunque este sufrió la muerte
espiritual, Dios envió a Sus profetas y líderes para preparar el camino para
que el hombre recibiera Su plan de salvación.
Según
Su plan, Jesucristo, el Hijo de Dios, bajó gustoso a la tierra y de acuerdo con
la Voluntad de Su Padre, para mostrarnos el verdadero camino a la Tierra
Prometida, el Reino de Dios, en el segundo éxodo humano del malvado imperio del
“Faraón”. Jesucristo, una vez que mostró al hombre el verdadero Camino,
trasmitió Su autoridad, a los Santos Apóstoles y subsiguientemente a Su Sagrada
Orden del Sacerdocio para pastorear Su rebaño con la ayuda del Espíritu Santo y
según la Voluntad de Dios. Sabiendo que ese hogar de
misión sería imposible con el hombre solo, envió al Espíritu Santo desde el
Padre para ayudarlo y protegerlo. Así constituía la Iglesia de Dios, el arca de
la nueva alianza.
Desafortunadamente
durante la larga travesía a la tierra prometida muchos perdieron la esperanza y
abandonaron la Iglesia mientras que otros, creyendo que conocían un mejor
camino, decidieron cambiar de dirección y seguir su propio sendero, habiendo
olvidado o ignorado lo que Jesús claramente declaró: “Yo soy el camino, la
verdad y la vida, nadie viene al Padre sino por mí” (Juan 14, 6). Es
por eso que es de gran importancia no dejarse influir por aquellos que creen
que todos los caminos conducen eventualmente al Reino de Dios. No tiene sentido
cuando la Iglesia Ortodoxa entra en diálogos con los católicos u otras llamadas
“iglesias” con vistas a formar una Iglesia Cristiana Universal. Para esto, la
Iglesia Ortodoxa debe negociar una dirección diferente que es el resultado de
una dirección universalmente convenida y negociada. Si no fuera así, ¿por qué
entonces negociar? ¿Cómo podría el hombre cambiar la dirección dada por
Jesucristo, el mismo Dios? ¿Cómo podría el hombre cambiar algo que no le
pertenece a él sino a Dios, colocándose a sí mismo por encima de Su Voluntad,
por encima de Dios? ¿Hay mucha
diferencia entre Lucifer, que trató de jugar el papel de Dios creyendo que él
podía estar en lo alto o quizás más alto que Dios, y el hombre quien ya ha
re-escrito el evangelio anulando el camino que Jesucristo mismo dio? El hombre
creó su propia ruta creyendo que la suya es mejor, más fácil y más rápida, y
dando a entender que Jesús estaba mintiendo cuando dijo:” Yo soy el camino, la
verdad y la vida, nadie viene al Padre sino por mí” (Juan 14, 6). ¿No nos ha
dado Jesús mismo la verdadera Fe, el verdadero camino, a través de los Santos
Apóstoles y los Santos Padres de la Iglesia, sus verdaderos portavoces, y
sellado esta con los Santos Cánones? Entonces, ¿por qué negociar o tener
diálogos con aquellos que ya han desafiado a Dios, de la misma manera que
Lucifer?
Es
evidente que tales diálogos se dan por agendas mundanas, sean por amistad y
apoyo, o razones económicas o políticas, o peor aún, por simple hegemonía.
Cuando el actual Papa Benedicto XVI subió al trono pontifical, dejó bien claro
al pronunciar públicamente que su objetivo misionero más grande era la unión de
las Iglesias Cristianas. Desde luego, lo que no dijo pero que se toma como
hecho, es que él siempre será el indiscutible líder, el vicario de Cristo en la
tierra, el que posee las llaves del Reino de Dios. Y ya que la fe católica se
basa en el dogma de la infabilidad y la supremacía del Papa, no debería quedar
duda alguna de a quién estaríamos adorando.
La
historia de la Iglesia, desde sus comienzos hasta la actualidad, claramente ha
demostrado que la misma siempre floreció en la adversidad, como la resurrección
nació de la tortura, la crucifixión y la muerte de su líder, Jesucristo, y sus
cimientos se aferraron firmemente en la persecución y el martirio. ¿Por qué
estaría la Iglesia Ortodoxa tan ansiosa de cambiar sus joyas auténticas por las
joyas de fantasía de las otras llamadas “iglesias”? Que las iglesias que
reclaman poseer verdaderas joyas de igual o mejor valor, las muestren bajo la
Divina Luz. Claro está, ellas no se atreven a hacerlo, porque su falsedad
quedaría al descubierto. Porque ¿cómo podrían los católicos comparar a sus
“santos” cuando se pasan años tratando de buscar tres “milagros” que podrían
atribuírseles a sus santos para canonizarlos, cuando un santo ortodoxo emana
gracia, fragancia y santidad y se le atribuyen obviamente incontables y
visibles milagros no sólo después de su muerte sino aún cuando todavía vive?
Cuando
Dios creó a Adán, le colocó en el Jardín del Edén para que lo cuidara. Nosotros
también somos colocados en el nuevo jardín del Edén, la Iglesia Ortodoxa, para
que la cuidemos. Se nos enseña cómo sembrar las buenas semillas de Dios,
ocuparnos de la tierra, quitar las cizañas, regarlas y dejar que la gracia de
Dios brille sobre ellas y produzca una rica cosecha. Pero, ¿dónde está este
Jardín del Edén? Está en nuestro corazón, dentro de nosotros. Es la Iglesia
Ortodoxa, el cuerpo de Cristo que está dentro de nosotros, porque Cristo
dijo:”El Reino de los Cielos está dentro de nosotros”. De la Iglesia Ortodoxa
obtenemos las buenas semillas que plantamos en nuestro suelo fértil dado a
nosotros en nuestro bautismo y nos ocupamos de ellas de acuerdo a sus perfectas
enseñanzas. ¿Cuáles son esas buenas semillas? Las semillas son diversas, tales
como el amor, la paciencia, la misericordia, el perdón, la compasión, la
humildad, la obediencia y las ocupaciones son las oraciones, el ayuno, el
servicio a los necesitados, el participar de los santos misterios de la
confesión y la comunión, la asistencia a la iglesia, el quitar las cizañas al
rechazar participar en los chismes, en las críticas y el juzgar a nuestro
prójimo.
Entonces
cosecharemos según el fruto de nuestros trabajos y en base a ellos seremos
juzgados. Porque aquellos que han abandonado la tarea de ocuparse de sus campos
no cosecharán nada más que cizañas, mientras que aquellos que trabajaron
diligentemente hasta el tiempo de la cosecha, recogerán en grande y grande será
su recompensa.
El hombre en
esta vida no es nada más que un grano de arena, pero el día de la resurrección
si es juzgado digno de recibir el don de la salvación, será restaurado a la
verdadera imagen y semejanza de Dios, cuando el universo no será más que un
grano de arena para él, porque Dios morará con el hombre en la nueva Jerusalén
por la eternidad. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Escribe tu comentario...