Leyendo las últimas noticias del mundo pude conocer, con mucho pesar y
dolor, sobre el anuncio de la celebración del
tan bochornoso y repugnante “Desfile del Orgullo Gay” en la ciudad de Belgrado,
capital de Serbia, antigua Yugoslavia, en la Europa Balcánica, programado para
el día domingo 20 de septiembre, que en realidad no fue sino un desfile
de vergüenza, un desfile de Sodoma y Gomorra y una prueba de lo que dice el
refrán: “El que no tiene temor de Dios, tampoco tiene vergüenza ante los
hombres”.
Hace muchos siglos atrás el apóstol de los Gentiles, San Pablo, decía:
“Todas las cosas me son lícitas, pero no todas convienen” (1 Cor. 6,12). Es
cierto que fuimos creados a través de la libertad y para
la libertad pero, sin embargo, es única y exclusivamente la verdad
la que hará libre al hombre, es decir, una verdadera forma de vida, de
existencia y de comportamiento.
La manera desorientada y falsa de vivir del hombre es lícita pero no
construye, sino que por el contrario, destruye la dignidad humana. El tener un derecho
para hacer algo significa que vamos en el camino correcto y vivimos de una
manera recta y veraz.
Según la libertad que se le ha dado al hombre, también tiene el
derecho de cometer suicidio. Con respecto a la filosofía satánica de la vida,
la ley del hombre es “lo que desee su corazón”.
El hombre es un ser dotado de poderes corporales y espirituales. Todo
lo que él es y tiene -únicamente cuando es usado en su verdadero estilo-
logrará para sí mismo sus propósitos y le permitirá alcanzar su verdadero
significado. Por medio de la libertad, el ser humano tiene el derecho de abusar
de los dones y capacidades dados por Dios. De ese modo, la misma capacidad y
poder del hombre hacen que este opere y trate el tumor maligno en el organismo,
al igual que también mate a su prójimo.
Lo que concierne a todas las capacidades y dones psicofísicos del
hombre, a la facilidad de usar y/o abusar, concierne también al impulso que
Dios le dio para el parto. Usado de forma adecuada y saludable, crea vida entre
el amor de un hombre y de una mujer, quedando así completado el mandato de Dios
y realizada una bendición en la naturaleza de los mismos: “Creced y
multiplicaos…”.
¿Podemos, entonces, proclamar
como virtud y derecho digno el pisotear esa ley de la naturaleza humana
que es el mismo significado –dado por Dios- de la existencia del hombre y la
eterna composición de la Ley divina haciéndola sacrílega?, ¿acaso el aborto no
convierte el útero de una madre, creado para ser el taller de la vida, en un
taller de muerte? Además, la llama absurda de la lujuria de un hombre por otro
hombre y de una mujer por otra mujer, ¿no representa acaso todo un enorme
absurdo del gran misterio del linaje que se encuentra en el amor de un
matrimonio en el tiempo y la eternidad?
En el idioma griego, lengua en que fue escrito el Nuevo Testamento,
para la palabra amor se emplean dos
connotaciones, una es el amor espiritual (agapi),
la otra es el amor carnal con todas sus pasiones (eros). Al hombre se le da el amor para procrear, cada nacimiento es
un nacimiento para la eternidad y no para la muerte o la nada. Mientras, “el
árbol que no da frutos es cortado y lanzado al fuego”.
¿Es el amor estéril un genuino amor? Así es el amor sodomita, el amor
o eros lésbico-gay, que no puede heredar ni heredará jamás el Reino de Dios
porque no da frutos y es estéril. Nos dice el santo apóstol Pablo en una de sus
epístolas: “…no se equivoquen, que ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los
adúlteros, ni los maricones, ni los que se acuestan con personas de su mismo
sexo, heredarán el Reino de Dios” (1 Cor. 6,9-10). Porque este mismo eros
conduce a la muerte y al suicidio y “la paga del pecado es la muerte”.
Sodoma y Gomorra, dos ciudades bíblicas de los tiempos antiguos,
fueron destruidas, quemadas en el azufre y el fuego, precisamente porque sus
habitantes transformaron el uso natural del hombre y una mujer en algo
contrario a la naturaleza creada por Dios (Rom. 1,26: “Por esto Dios los
entregó a afectos vergonzosos, pues aún sus mujeres cambiaron el uso natural
por el uso que es contra naturaleza”).
Hoy en día también leemos y/o escuchamos de reclamos de la comunidad
lésbico-gay, en algunas partes del mundo, para que se les reconozca el derecho
a adoptar y criar niños.
Ya he expuesto anteriormente un criterio lo suficientemente bien
respaldado por las Sagradas Escrituras y la moral de la Santa Madre Iglesia con
relación a esta aberración social que se está extendiendo como una plaga en
todo el mundo.
Como cristianos no podemos tolerar ni defender esas posturas que toman
nuestros países en el fuero de los parlamentos gubernamentales, hay que unir
nuestras voces para detener estos reclamos del prototipo del “hombre de pecado”
engendro del demonio; nos recuerdan los santos apóstoles Juan y Santiago en sus
epístolas, que la amistad con el mundo, es decir, el hacerle el juego a las
cosas mundanas y destructivas al espíritu, es enemistad con Dios, y san Pablo
nuevamente nos advierte que nuestro Padre Celestial nos ha llamado a
santificación y no a inmundicia (1 Tes. 4,7).
Toda la enseñanza de la Iglesia, contenida en las Sagradas Escrituras
y la Santa Tradición, nos exhorta a ser embajadores del Reino de los Cielos.
Por ello cada uno de nosotros tiene la urgente misión de testimoniar sobre la
nueva vida que experimenta el converso a la verdadera fe cristiana, gozando así
de las bendiciones y el rico tesoro espiritual que hallamos en el seno de
nuestra Madre la Iglesia. Por ende, como fieles hijos suyos no nos cansemos de
vivir una cuaresma eterna haciendo ayunos y penitencias y elevando nuestras
oraciones por toda esta gente que cada día se pierde en los placeres y la concupiscencia
de la carne, para que vengan al conocimiento de nuestro Señor Dios y Salvador
Jesucristo y logren una transformación interior que les sea meritoria
convertirse en hijos de Dios por el misterio del bautismo, y hermanos nuestros,
y así poder tener entonces parte en la comunión de los santos, a saber, todos
los que formamos parte de la Santa y Magna Iglesia legítimamente fundada por
nuestro Señor y preservada en su integridad doctrinal a través de los siglos:
la Una, Santa, Católica, Apostólica Iglesia de Cristo.
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