viernes, 14 de octubre de 2011

Preservemos nuestra dignidad humana


Leyendo las últimas noticias del mundo pude conocer, con mucho pesar y dolor, sobre el anuncio de la celebración del tan bochornoso y repugnante “Desfile del Orgullo Gay” en la ciudad de Belgrado, capital de Serbia, antigua Yugoslavia, en la Europa Balcánica, programado para el día  domingo 20 de septiembre, que en realidad no fue sino un desfile de vergüenza, un desfile de Sodoma y Gomorra y una prueba de lo que dice el refrán: “El que no tiene temor de Dios, tampoco tiene vergüenza ante los hombres”.


Hace muchos siglos atrás el apóstol de los Gentiles, San Pablo, decía: “Todas las cosas me son lícitas, pero no todas convienen” (1 Cor. 6,12). Es cierto que fuimos creados a través de la libertad y para la libertad pero, sin embargo, es única y exclusivamente la verdad la que hará libre al hombre, es decir, una verdadera forma de vida, de existencia y de comportamiento.

La manera desorientada y falsa de vivir del hombre es lícita pero no construye, sino que por el contrario, destruye la dignidad humana. El tener un derecho para hacer algo significa que vamos en el camino correcto y vivimos de una manera recta y veraz.

Según la libertad que se le ha dado al hombre, también tiene el derecho de cometer suicidio. Con respecto a la filosofía satánica de la vida, la ley del hombre es “lo que desee su corazón”.

El hombre es un ser dotado de poderes corporales y espirituales. Todo lo que él es y tiene -únicamente cuando es usado en su verdadero estilo- logrará para sí mismo sus propósitos y le permitirá alcanzar su verdadero significado. Por medio de la libertad, el ser humano tiene el derecho de abusar de los dones y capacidades dados por Dios. De ese modo, la misma capacidad y poder del hombre hacen que este opere y trate el tumor maligno en el organismo, al igual que también mate a su prójimo.

Lo que concierne a todas las capacidades y dones psicofísicos del hombre, a la facilidad de usar y/o abusar, concierne también al impulso que Dios le dio para el parto. Usado de forma adecuada y saludable, crea vida entre el amor de un hombre y de una mujer, quedando así completado el mandato de Dios y realizada una bendición en la naturaleza de los mismos: “Creced y multiplicaos…”.

¿Podemos, entonces, proclamar  como virtud y derecho digno el pisotear esa ley de la naturaleza humana que es el mismo significado –dado por Dios- de la existencia del hombre y la eterna composición de la Ley divina haciéndola sacrílega?, ¿acaso el aborto no convierte el útero de una madre, creado para ser el taller de la vida, en un taller de muerte? Además, la llama absurda de la lujuria de un hombre por otro hombre y de una mujer por otra mujer, ¿no representa acaso todo un enorme absurdo del gran misterio del linaje que se encuentra en el amor de un matrimonio en el tiempo y la eternidad?

En el idioma griego, lengua en que fue escrito el Nuevo Testamento, para la palabra amor se emplean dos connotaciones, una es el amor espiritual (agapi), la otra es el amor carnal con todas sus pasiones (eros). Al hombre se le da el amor para procrear, cada nacimiento es un nacimiento para la eternidad y no para la muerte o la nada. Mientras, “el árbol que no da frutos es cortado y lanzado al fuego”.

¿Es el amor estéril un genuino amor? Así es el amor sodomita, el amor o eros lésbico-gay, que no puede heredar ni heredará jamás el Reino de Dios porque no da frutos y es estéril. Nos dice el santo apóstol Pablo en una de sus epístolas: “…no se equivoquen, que ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los maricones, ni los que se acuestan con personas de su mismo sexo, heredarán el Reino de Dios” (1 Cor. 6,9-10). Porque este mismo eros conduce a la muerte y al suicidio y “la paga del pecado es la muerte”.

Sodoma y Gomorra, dos ciudades bíblicas de los tiempos antiguos, fueron destruidas, quemadas en el azufre y el fuego, precisamente porque sus habitantes transformaron el uso natural del hombre y una mujer en algo contrario a la naturaleza creada por Dios (Rom. 1,26: “Por esto Dios los entregó a afectos vergonzosos, pues aún sus mujeres cambiaron el uso natural por el uso que es contra naturaleza”).

Hoy en día también leemos y/o escuchamos de reclamos de la comunidad lésbico-gay, en algunas partes del mundo, para que se les reconozca el derecho a adoptar y criar niños.

Ya he expuesto anteriormente un criterio lo suficientemente bien respaldado por las Sagradas Escrituras y la moral de la Santa Madre Iglesia con relación a esta aberración social que se está extendiendo como una plaga en todo el mundo.

Como cristianos no podemos tolerar ni defender esas posturas que toman nuestros países en el fuero de los parlamentos gubernamentales, hay que unir nuestras voces para detener estos reclamos del prototipo del “hombre de pecado” engendro del demonio; nos recuerdan los santos apóstoles Juan y Santiago en sus epístolas, que la amistad con el mundo, es decir, el hacerle el juego a las cosas mundanas y destructivas al espíritu, es enemistad con Dios, y san Pablo nuevamente nos advierte que nuestro Padre Celestial nos ha llamado a santificación y no a inmundicia (1 Tes. 4,7).

Toda la enseñanza de la Iglesia, contenida en las Sagradas Escrituras y la Santa Tradición, nos exhorta a ser embajadores del Reino de los Cielos. Por ello cada uno de nosotros tiene la urgente misión de testimoniar sobre la nueva vida que experimenta el converso a la verdadera fe cristiana, gozando así de las bendiciones y el rico tesoro espiritual que hallamos en el seno de nuestra Madre la Iglesia. Por ende, como fieles hijos suyos no nos cansemos de vivir una cuaresma eterna haciendo ayunos y penitencias y elevando nuestras oraciones por toda esta gente que cada día se pierde en los placeres y la concupiscencia de la carne, para que vengan al conocimiento de nuestro Señor Dios y Salvador Jesucristo y logren una transformación interior que les sea meritoria convertirse en hijos de Dios por el misterio del bautismo, y hermanos nuestros, y así poder tener entonces parte en la comunión de los santos, a saber, todos los que formamos parte de la Santa y Magna Iglesia legítimamente fundada por nuestro Señor y preservada en su integridad doctrinal a través de los siglos: la Una, Santa, Católica, Apostólica Iglesia de Cristo.


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